Se precisa el encuentro con Isaac de Vega para despertar los viejos recuerdos. Su escritura actúa como un conjuro que nos permite acceder a las confusas figuraciones y premoniciones que la carga del tiempo ha ido transformando en más inasequibles y esotéricas. Concentra la mirada en los flecos cambiantes, en sus matices. Queda la mente y una sensación de estar contemplando una llama, una cálida oscilación, una misteriosa existencia no dada desde siempre, como su conciencia asida, asentada sobre un limitado trozo de gelatina. Circula una intercambiable comunicación, un suceder con otro suceder. Y un yo que se está desinflando hasta quedar reducido a un puntito de agónica existencia, porque todo está en un aire de espera, y detrás existe una indiferente inteligencia, impotente quizá y en disolución. Y si se presta nuestro débil oído, se oyen unos murmullos de llanto enorme, lejanísimo, perdido, casi ilusorio. Los relatos de Isaac de Vega son como los vasos de vino abandonados sobre los mostradores de las ventas, vasos casi vacíos, con ese fondito que dejan los buenos borrachos... Tú pasas rápido y a gran velocidad apuras todos los posos.