Un misántropo, una asistenta y un perro. Tres criaturas destinadas a entenderse, desde sus respectivos abismos, entre las paredes de un amplio y desangelado piso, en un vetusto edificio de cuya fachada pende un balcón que se revela, a lo largo del relato, como espacio simbólico de la eterna contienda entre la vida y la muerte.
Pero la inquietud se volvió pronto expectación emocionada y, finalmente, una vez concluidas las obras, insospechado gozo ante la nueva panorámica que, desde la altura y con las primeras luces del alba, ofrecía la calle de siempre: era el abismo en todo su esplendor. Y, sin solución de continuidad, quienquiera que la cruzaba, abriéndose paso entre las sombras, inauguraba cada día la existencia, su existencia.
También ella, desde la altura, había sentido la quebradura de la vida abriéndosele en una grieta grande ante el empuje y la emergencia de las alas; y había escuchado la memoria antigua y arrebatada de los rápidos del río, y el gorjeo sublime de los remansos llamándola desde abajo con sus cristales de espejo.