Una comunidad de conejos junto a otros animalillos (pájaros, cigarras, hormigas, musarañas y crisálidas) campa a sus anchas en su particular paraíso terrenal (prado) cercado por una inexpugnable zarzamora de destellantes frutos. Una feroz sequía primero, y un devastador incendio después, arrasan en su totalidad el paraje mítico. De entre la devastación y la ceniza, surgirá El Cazador que dará buena cuenta de la inocencia vulnerada que encarnan estas criaturas. Pero las aguas volverán al cauce del riachuelo y la fresca hierba tapizará de nuevo el prado. Otro hábitat es posible; y el viaje será su garante inexcusable. «Bajad en cada puerto del trayecto y revolveos con la vida en todos los mercadillos que encontréis. Volved para contarlo con pelos y señales y enriqueced la imagen del mundo y de la vida de vuestros congéneres. Llenad de ímpetu el devenir. Abarcad tanto espacio vital con las variadas experiencias que no haya Monstruosidad capaz de reducirlo a apetitosa selección...» El conejo ermitaño en «El cazador de la inocencia».