Bloques de seis o siete pisos, un barrio alejado del lujo y la seguridad de la ciudad, una plaza que es un cenicero plagado de inmundicias, un dormitorio repleto y negro, con una ventana tapiada que da al patio de luces: hueco donde los olores permanecen desde siempre, en el que duermen cuatro personas bajo la mirada atenta de una virgen de plástico. Sin perspectivas, sin posibles, sin futuro. Los protagonistas se dejan caer por la pendiente, lamiéndose las heridas que no acaban de cicatrizar, persiguiendo algo que no saben bien qué es, sintiéndose débiles, sabiendo que dentro de uno puede estallar en cualquier momento la espita que abre las pesadillas.
Están atrapados en este infierno y aprietan los dientes, aferrándose a su orgullo, el último resorte que los mantiene a flote.
¿Qué sentido tiene la vida cuando no es digna, cuando dioses y hombres pueden humillarla? ¿Puede transformarse un universo hostil que a todos iguala en un ejercicio de fraternidad?