Las horas del sábado son piedras. Las piedras hablan en un idioma que el escritor no entiende. Al salir del mercado tropieza con una. El golpe lo desequilibra. Siente que alguien lo coge de la mano. Se trata de una mujer. Después aparece un hombre, que le pone la mano en el hombro. El escritor no sabe si le ayudan, si lo quieren abatir. Otra mujer, otro hombre. Está rodeado de personas. El escritor mira el suelo. En el suelo ahora hay dos piedras. Dos, tres piedras. Unas piedras que son madres y, acaso, suyas.
El autor de estos magníficos cuentos nos ofrece la oportunidad de ir a los parques y subirnos a los toboganes, a los columpios; ser confundidos entre los niños que también viven las horas en los carruseles y en los laberintos.
Inevitablemente, escribir puede ser un acierto, un inesperado acierto en el que anhelamos introducirnos y alinear estrellas; dibujar entre las palabras soles con sonrisas gatunas, escribir el mar, recuperar el necesario aire para soñar.