Un último encuentro en una importante ciudad atlántica –en Lotra, en la canaria isla de Lotavia, por ejemplo–, producto del acaso o del destino, pone frente a frente a dos hombres, y a ambos frente a su pasado y ante su misma naturaleza. En la conversación que mantienen en una cafetería cuya penumbra parece tener el don de suspender el tiempo, se inquieren entre sí y a sí mismos sobre la juventud dichosa y dramática que compartieron, cumpliendo con el aforismo de William Faulkner: «Lo que debe hacerse con las penas y las preocupaciones es considerarlas hasta la saciedad, atravesarlas de parte a parte, hasta llegar al otro lado de ellas y perderlas de vista». Con esta conversación como excusa, la novela indaga, por un lado, en el irracionalismo de los actos humanos y, por el otro, en el arte de narrar ese irracionalismo, que tal vez solo pueda abordarse a través de la ficción, esto es, a través de los modos de la arquitectura, la pintura y, por supuesto, la literatura. O quizá las personas son razonables y simples, y es la literatura lo que las transforma en personajes complejos e irracionales, tan solo para engañar al tiempo que nunca se detiene.