El proyecto de reparto de las tierras concejiles, auspiciada por los capitulares palmeros en 1785, una iniciativa de corte ilustrado impregnada de las ideas fisiocráticas en boga en el siglo XVIII, se desarrolló en una coyuntura política caracterizada por la creación de los cargos electivos de personeros y diputados del común en 1766, así como por la supresión de las regidurías perpetuas en 1771. Con ello se produjo un vuelco en el seno de la clase política insular, pues personas procedentes de la burguesía capitalina asumen un poder en el Cabildo que hasta entonces había sido patrimonializado por la terratenencia aristocrática. Estos nuevos capitulares impulsaron el proceso de repartimiento de baldíos concejiles en una estrategia que, si bien teóricamente se emprende en pro del bien común y de un campesinado aquejado de «hambre de tierras», en la realidad parece perseguir fines personales. Además, el proyecto chocaba con los intereses de la oligarquía tradicional que, en buena parte, había usurpado en el pasado muchas de las tierras públicas integrándolas a sus patrimonios privados. De ahí que la terratenencia aristocrática movilizara todos sus recursos para frustrar este proyecto.