«Hasta ahora eran solo gotas que rezumaban de la piedra de una destiladera. Caídas al bernegal sin remedio y casi sin sentido ni destino. Hasta ahora aprisionadas y frías, protegidas por la piedra, ocultas y secretas, circulando lentas, dando vueltas y vueltas, luego, muchas desaparecidas de cansancio, evaporadas por el calor y el siroco. Perdidas para siempre. Pero ahora, lo que tengo dentro es un géiser. Algo hirviente y casi explosivo. Un chorro permanente de palabras que no puedo detener. Es como si, harta de esconderlas, tuvieran vida propia y salieran sin control por un hueco, por la herida del alma. Soy como la corteza terrestre que no puede impedir ese chorro líquido, porque me ha subido la temperatura en lo más dentro, como si hubieran puesto un fuego bajo la piedra del corazón y convertido en un tizón ardiente, en un volcán estromboliano y sin más. Y mira que he puesto voluntad en sofocar, en detener y acallar, en inundar con agua y aplacar la fiebre. Debe de ser por eso, por el agua, que las palabras pétreas hierven ahora y salen despedidas sin control, sin miedo —¿de qué serviría?— y ya, sin remedio».