El perenquén que me erizó la piel. Cuando mi familia estaba entera, el cuarto de la tele solía estar repleto. Allí descansaban mis padres, mis hijos, mi marido y mis nietos. Luego se fueron todos, unos a una vida mejor y otros a hacer su vida, y aquí me quedé, en este cuarto vacío. En mis noches desiertas tengo mucho tiempo para reflexionar.
Una de esas noches desiertas en la que estaba sola me fijé en que un perenquén traspasaba la puerta de cristales. De esa puerta caminó hasta el antiguo cuadro que está cerca del televisor. Lo vi cruzar y se me erizó la piel. Estuve pendiente por si lo veía salir, pero cuando me fui a acostar miré detrás del cuadro y allí estaba.
Al día siguiente, vi una cosa oscura que traspasaba la puerta y me asusté, pero recordé al perenquén. Así muchas noches, hasta que me fui acostumbrando a su compañía, a recordar que no hacen daño, a no sentirme sola.
Cuando conocí al perenquén era pequeño y clarito. Ahora es grande y oscuro. Viene siempre a la misma hora y me fijo cuando sale por detrás de la puerta. En ese tramo hace una paradita y vuelve la cabeza hacia donde yo estoy, como si nos conociéramos de siempre. Le he puesto hasta nombre. A veces hablamos.