Puntasol, en la vertiente sur de Tenerife, mira con estupefacción a Filiberto Onís, un adolescente que cada tarde va a la playa, se acomoda en el callao limpio, y paciente inicia la copia de El Quijote, subrayando pasajes que él mismo destaca. Pendiente de esta actividad de su empleado, Maestro Gabriel, que vino de Venezuela, trajo unos fajos de billetes y se considera de gran saber, lo mira con sorna y se burla del muchacho por su intempestivo exabrupto: «Yo soy tan buen escritor como Cervantes».
La chanza se torna discusión, exacerbada y sin esclarecimiento. Entonces, Mister Rosenthal, desde su condición de inglés en las Islas, excusa despropósitos y lima asperezas, aportando enjundia y discreción a la charla. Un día de recio enfado, el chico no soporta la broma y el enfrentamiento con su patrón excede todo amago de estridencia.
Cautivo de ineludible decurso, tal vez intrincado y difuso, Filiberto Onís revive en el tiempo su vano y obsesivo dilema.