Silvestre revive cierto episodio de su vida en París, que en breve calado entreverá con pasajes ilustrativos-sentir que en distintos momentos lo embarga-, cual cameo referencial, en lance oportuno y veraz. Su evocación es Astrid, belleza nórdica que trastocó su propia trayectoria, aunque no varió en absoluto su concepción expresa. Añora el pasado feliz, pero le ocurre pensar en el tremendo fracaso sufrido. En su rememoración acuden amigos-Apuleyo, pintor; Elpidio, marchand; Monsier Audibert, patrón. Gente afín a su cuita, como Ilse, y quien no intuyó el trance que atravesaba. De vuelta al escenario donde experimentó mieles y acíbares, Silvestre reanuda encuentros y charlas, tras comentarios impregnados de cierta causticidad, aunque sin intencionada acritud, que matiza, con tiernas propuestas de entendimiento y amor.