Amante de reseñar sus pequeños embustes –línea autobiográfica supuesta–, envueltos en su particular grandeza, José Díaz Hernández, verdadero autor del personaje novelado, avanza y retrocede a lo largo y ancho de su indefinida trayectoria. Para las experiencias que destaca en su relato se apoya en personajes de su propio ámbito, muchos de ellos de efectividad cierta, aunque disimulada su dimensión real tras lo arbitrario de su misma apuesta. Respecto de los datos relativos a familia y amistades, entorno geográfico y social, el salto en espacio y tiempo convierte su enunciado en informe absurdo y descabellado; con ello establece su línea creativa y su capacidad de invención, subrayadas ambas por los diversos eventos, incorporados en forma de anécdotas curiosas, que jalonan el sendero de su epopeya circunstancial. Acerca de su proyecto, mencionado, pero nunca expuesto para su estudio y posterior análisis, él se pronuncia en silencio, mientras el resto de personajes emite su vaticinio declarándolo desechable por obsoleto. Tanta contrariedad en torno, además de la ansiedad generada por cuanto infausto evento sacude al mundo, hace que este hombre decida abandonar su acción, con objeto de aislarse en su aposento, y, en su ficcional esencia, declina todo ánimo para saltar de nuevo a la vidriosa palestra.