El autor –a la vez testigo y protagonista de los hechos– ausculta con metódica lucidez en la decadencia de ese enigmático mundo familiar donde las realidades no son sino referencias presuntas. La historia y la mitología se fusionan en un común fondo primigenio y contribuyen a gestionar algo así como el obsesivo inventario de una experiencia lacerante. Personajes que parecen haber sobrevivido a algún oscuro proceso de destrucción, episodios desgajados de un dudoso registro temporal, escenarios que la bruma del recuerdo aún hace más difusos, componen el implacable entramado de una crónica familiar extraviada por los vericuetos de su propia tendencia a la alucinación. Más que el tiempo real, es el espacio irreal por donde ese tiempo circula el que viene a definir la progresiva devastación implícita en los seres y los objetos.