Yo me iba a la calle a conseguir la luna. Esa era mi respuesta. Siempre ha sido esa mi respuesta. Cuando era niña recuerdo que la luna, allá en Pocito, tenía una forma especial. Era mucho más que redonda, mucho más que grande y mucho más que de plata. La luna de mi casa llegaba a tener tales proporciones que ocupaba mi ventana de lado a lado. Parecía que había intentado penetrar por ella y no había podido hacerlo. Se golpeaba con los laterales y se quedaba trabada en ellos. Brillaba tanto que cuando yo intentaba mirarla mucho rato los ojos me dolían, comenzaban a escocerme y tenía que parpadear constantemente. Mi hermano Romeo me había fabricado una máscara de cristal ahumado colocado en una horquetilla de fresno, a guisa de monóculo, y con ella me parapetaba al pie de la cama y miraba cómo el mundo cambiaba de color: blanco, azul, amarillo grisáceo…